Las preocupaciones de la vida cotidiana
(Doña Laura con un ojo rojo como el tomate, el retraso en algunas
cuestiones laborales) adquieren un cariz distinto con las lecturas que
solemos escoger. Las palabras son la enfermedad más infecciosa a la que
podemos exponernos. Ahora, si esas palabras son continente de ideas
febriles y maravillosas, nuestra vida puede verse modificada de formas
igualmente fantásticas.
Estoy en exhaustiva investigación para los cuentos
opalinos, estos días ando volada con historias y datos sobre cuevas,
dragones y sí: hadas.
Hadas.
Como muchas veces no sé lo que tengo en el librero, y
ya estoy harta de los puetas intertextuales y los narradores de links,
me alejé del demonio babelesco del Google y me remití sólo a lo que
guardo en los estantes, que no suntuoso, pero a veces, de a poco,
sorprendente. Cuando el Conde de Siruela nos hizo una visita (aventura
que merece contarse por acá, a ver si lo consigo), compré uno de los
magníficos libros de Atalanta, Realidad Daimónica,
de Patrick Harpur, un ensayo sobre la imaginación y lo sobrenatural
desde una perspectiva bastante confiable. Lo leo al azar. Cambio de
página cada vez que se pone a hablar de ovnis (lo siento, no estoy lista
para los ovnis, ando más bien como con unos veintitantos siglos de
retraso. Además, son mucho menos guapos y elegantes que los dragones).
En uno de esos cambios, me topé con esta imagen:
Es un zapato de hada.
Un zapato. De hada.
Negro, de piel de ratón, con el talón “desgastado
por el uso”, “mide tan sólo unos sesenta y ocho milímetros de largo por
unos diecisiete de ancho”. Fue encontrado por un granjero en Beara, al
suroeste de Irlanda, en 1835. Acostumbrado a la idea de que esta clase
de cosas eran posibles, se dijo “seguro es de la Gente Pequeña”, y se lo
entregó al médico local, que a su vez se lo dio a la familia más
sabedora y “acá” de la región, los Somerville, familia de la que fue
parte la escritora, dibujante y sufragista Edith Somerville
(sí, sí, denle click, es una muchacha de lo más interesante). Ella lo
llevó a Harvard, y ahí los estudiosos registraron que el zapatito tenía
un estilo dieciochesco, estaba cosido a mano por instrumentos
inimaginables, y tenía ojetes para pasar cordones que ya no conservaba
(agujetas, pues). Años después se dijo que el zapato guardaba parecido
con otros objetos encontrados en la región, como un abrigo hallado por
el señor Abraham Folliot en 1868: “medía un centímetro de largo y
cuarenta y tres milímetros de hombro a hombro. Completamente forrado y
con botones cubiertos por tela, su cuello alto ribeteado de terciopelo
estaba grasiento y brillante, presumiblemente por el uso prolongado,
mientras que otras partes estaban deshilachadas, y los bolsillos
agujereados y chamuscados como por una pipa minúscula”.
La autenticidad de las piezas sería irrebatible de
no ser porque, ya saben: “las hadas no existen” (entrecomillo para no
hacerlos pasar por el obligado trance de aplaudir para revivir al hada
que se muere cada vez que alguien profiere irresponsablemente tal
afirmación). Lo que no pueden ignorarse son las preguntas generadas a
partir del hallazgo: Si son obra de un artesano expertísimo, ¿cómo
pudieron encontrarse ahí, en caminos de terracería, con años de
diferencia? ¿Quién habría desarrollado herramientas para
confeccionarlas, por qué no era célebre el método o el artista? ¿Por qué
estaban hechas en un estilo de otro tiempo, y con esa configuración tan
extraña? Y lo más raro, ¿cómo diablos se gastaron?
Búrlense todo lo que quieran, pero el simple hecho
de que alguien, Gente Pequeña o no, haya dedicado su tiempo a elaborar
semejante maravilla, me toca el corazón y me clava un puñal minúsculo en
la oreja a modo de pregunta: ¿Y qué tal si sí?
Vóyme a buscar un emplaste de lodo de hada para curar el ojo rojo de
mi madre. Quién quita y fue obra de alguna envidiosa criatura,
escondida entre las hojas del ciprés de enfrente de casa.